23.6.17

Nadie escribe



En la vida, mi padre me ha preguntado cuatro veces “¿Por qué escribes?”. La primera vez ocurrió de forma violenta, cuando supo que había abandonado dos ingenierías porque sentía cierto gusto por la literatura. Pregunta difícil de responder. Lo normal es que nos topemos con las respuestas clásicas de tipos que, aunque no quieran, pareciera que se hacen los interesantes. Pongamos un ejemplo: Un escritor se mete de colado a alguna fiesta. Durante la fiesta una chica se acerca y se pone a hablar con el escritor y le pregunta “¿Por qué escribes?” Algunas de las respuestas genéricas y funcionales para la tarea del ligue son:

a) Para “Exorcizar” mis pensamientos
b) Porque la poesía nos salvará a todos de todo
c) Porque no hay nada más lindo que una pareja con tema de conversación.

Por supuesto ninguna de las respuestas anteriores fue la que le di mi padre en aquella mañana de agosto de hace siete años, fui un poco más abstracto, le dije que escribo “porque tengo una cuenta pendiente con los autores que más odio”, a lo que respondió con la fórmula diplomática con la que fue criado: me dio una madriza que en la vida voy a olvidar. Evidentemente pensó que me metía drogas duras o que estaba falto de atención, esto lo orilló a caer en una depresión tremenda durante ocho largos meses.

Él no me conocía ninguna novia y estaba preocupadísimo por la virilidad de su único hijo varón, situación que hizo más tensas las cosas en la relación padre-hijo. Las cosas no estaban bien en 2010, todos estaban locos en México aquel año: la importantísima y muy necesaria rosca de reyes más grande del mundo se cortó en mi país, la selección de fútbol se había ido al mundial llevando al tronco del “Bofo” Bautista de paseo y a dar lástimas, fueron asesinados once estudiantes en una casa mientras festejaban una fiesta, y yo no tenía tiempo de vivir en armonía con un mundo que no soportaba el acto suicida de la escritura en el que aún me encuentro inmerso. Aquel año decidí migrar hacia la ciudad de México por un tiempo.

La segunda vez que papá me preguntó “¿Por qué escribes?” estábamos en la mesa, comiendo con toda la familia reunida. Tenía un mes de haber regresado del D.F., esa vez pensé mejor mi respuesta, con mucho más cuidado y un criterio mejor trabajado le dije “Porque hay cosas inconclusas en mi vida, y no quiero tener el miedo que tienen todos cuando sienten que han dejado un hilo de la vida sin coser”. Aquella tarde del 2012 él sospechó que algo había pasado durante el tiempo que viví en la capital del país, pero como ya era costumbre, guardó silencio. Todos guardaron silencio.

Durante mi estadía en el DF estuve viviendo cerca de Azcapotzalco y mi rutina era sencilla: tomar un libro por la mañana, leer un poco, hacer el desayuno, esperar a que Juan Valerio (un amigo al que me permito etiquetar para dar fe de este relato) llegara de la escuela siempre encabronado, y a las tres de la tarde salir rumbo al trabajo. Por aquellos años aún conservaba una sombra persecutora que me exigía el suicidio cada que leía una historia que me parecía inconclusa. No soportaba leer y tener qué tragarme el odio que sentía por los hijos de puta, esos denominados “autores”, con sus finales abiertos. Creía que el autor en turno manejaba una implacable forma de escupirle a sus lectores cada que ocurría eso, sin que las nobles víctimas, que le entregan el gafete de confianza, tuviesen una oportunidad de defenderse. Supongo que todo va cambiando y hay historias que deben ser así, uno lo entiende ahora de grande, ahora que parece ridículo aceptar que los adultos en aquellos años tenían la razón y que uno no era más que un pendejo. Es difícil aceptarlo, pero entiendo que ahí se encuentra la labor de quien quiere ser una mejor persona. Nadie.

Juan llegó una tarde bastante borracho y sangrando de la cabeza.

- Juan pero ¿Qué chingados?
- No preguntes, ni andes mamando: Saca unas caguamas, porque ahorita me vas a dar tus nalgas de chamaca provinciana, María.
- Vienes con la madre partida ¡caguamas a la chingada! vamos a un doctor. Además, no todas las de provincia se llaman María, pinche cromagnon… ¿Qué te pasó?
- Ya, ya…me agarré a putazos porque no me querían pagar la apuesta
- ¿Apostando? Estás bien pendejo. Jala tus cosas, le voy a pedir a don cuco que nos lleve en su taxi…
- No güey, quiero unas caguamas. Vamos a festejar. Ahorita que te diga “te vas a cagar Pa’ dentro”
- ¿De qué hablas?
- Adivina quién consiguió, apostando lo de la renta, un par de boletos para el concierto que todos estaban esperando este año…
Cambié de semblante.
- No mames ¡¿conseguiste boletos para ir a ver a Metallica?! ¡Te amo, hijo de tu pinche made!
Juan se me quedó viendo con cara de asco.
- ¿Qué? No, no, no mames. Metallica es para putos, vamos a ver a Marco Antonio, papá.
- ¿Apostaste la renta para ir a ver al pinche Buki? Vete a la verga, Juan.
- Voy a invitar a la Yolis.

Juan tenía una novia a la que suponía como la mujer de su vida, estaban por cumplir dos años de novios, el concierto era en un mes, y él quería darle una sorpresa. Ella lo dejó una semana antes de cumplir los dos años y al mes siguiente, se casó con el primo de mi amigo (la mamá de la finísima muchacha, le decía que con Juan no había futuro por estudiar filosofía y que con su primo pepe “el profe”, aunque se viera mal, el mundo era suyo). Al final Juan me regaló los boletos, quise negarme por ver a mi amigo hecho un trapo, pero lo cierto es que esa tarde los revendí y compré dos boletos para ver a Pulp, con dos meses de anticipación (porque los de Metallica estaban agotados). Compré uno para Juan, aunque la banda no le gustase mucho o nada o no la conociera, quería que cambiase de aires y que se olvidara lo más pronto posible de ¿Yoli? ¿Yolis?. La semana que le antecedió al concierto, mi amigo hecho pedazos agarró la borrachera, para cuando faltaban dos días Juan estaba irreconocible, no había comido en tres días, apestaba a cerveza y creó a su alter ego. Tomó una playera con el logotipo de superman y le dibujó una flecha, atravesando el logotipo, simulando un corazón flechado (porque Juan no era de Azcapotzalco, era de Ecatepec) -Claro, está en sus genes –pensé en aquel momento, creyendo que era una travesura de su crianza-. Lo preocupante es que ya no pedía que le dijera solo Juan, exigía el mote completo: Súper Juan.

El día del concierto fuimos con Súper Juan por unas cervezas a El mundano, ubicado en la doctores. Cuando nos percatamos de que se nos hacía tarde, nos dirigimos a la estación Salto de agua, que nos quedaba a escasos pasos. Antes de abordar el metro que nos llevaría a Plaza Condesa, Juan comenzó a coquetearle a un grupo de cinco o seis chicas a lo lejos, que también esperaban a que llegase la unidad. Volteé un momento, pero la vergüenza no me permitió sostener la mirada a las muchachas que se reían por lo mal que se estaba viendo mi Súper acompañante. Llegó el metro y abordamos. Nos sentamos y comenzamos a platicar. Sentí entonces una mirada y volteé. Ahí la vi por primera vez. Ella era blanca, alta para la estatura promedio, cabello castaño y recogido, llevaba consigo una playera de Pulp y unos lentes grandes. Me sonrió. Cuando bajamos la perdí de vista, la busqué con la mirada pero me fue imposible encontrarla, pensé en que era probable verla en el concierto. No fue así.

Juan, al salir del evento encontró, no sé cómo, a la mujer con la que había coqueteado en el andén y se la llevó al departamento. Les juro que no tenido registro de dos personas que cogieran tanto y tan ruidosamente como ese par. Tres días pasó Jacqueline habitando la cocina, el baño y el cuarto de “Súper Don Juan” como le gustaba llamarle a mi amigo. Comenzaron a salir y a hacer de mis noches algo más que un martirio. Poco a poco, las noches de desvelo, entre gemidos y “échamelos en las chichis”, se fueron convirtiendo en las ventanas que se abrieron, liberándome de la escritura de los –malísimos- poemas que se me ocurría hacer, para convertirse en maldiciones y anécdotas que escribía en la soledad de la madrugada, cuando mi cuarto era violentado por el sonido de ruidosas y secas nalgadas. Comencé a redactar mis primeros cuentos formales.

“Porque hay cosas inconclusas en mi vida, y no quiero tener el miedo que tienen todos cuando sienten que han dejado un hilo de la vida sin coser”, entonces pensé que mi respuesta sonaba pretenciosa y que más de uno se sentiría incómodo en la mesa. Mi papá se me quedó viendo y yo quedé, al igual que él, largo rato pensando. Cavilé lo que me había pasado aquella noche del concierto y en las ganas contenidas de volver a verla. En la mesa alguien interrumpió el silencio pidiendo la sal. Me sentí sumamente mamón con mi respuesta. De pronto me vi en medio de una charla, con mi tío Romeo contando sus historias de juventud. Había algo en la magia de su comedia que me hizo reír después de mucho tiempo. Sentí vergüenza y no volví a hablar el resto de la tarde.

La tercera vez fue hace un año y dos días. Papá se acercó en silencio, mientras yo trabajaba frente a la computadora, sigiloso como un animal que está por embatir, y me vio frente al monitor observando la fotografía de Juan. En ella, mi amigo se veía sonriente, feliz. “¿Por qué escribes, hijo? ¿Eres putón? No tengas pena, todos en la casa lo sabíamos desde hace tiempo”. Cuán difícil es tener que explicarle a alguien, cuyas conclusiones ya están echadas sobre la mesa, que está en un error, que todo eso que piensa, y se establece en el cerebro echando raíces, no es más que una suposición barata. Suspiré hondo, y respondí “Él es mi amigo del D.F. se va a casar con una chamaca que conocimos en un concierto hace años. Me pidió que le hiciera su voto nupcial, y debo introducirme en la piel de lo que vivió. Cuesta, pero aquí va. Ya estoy por terminar”, Mi padre un poco apenado, lo sé porque así es él, me dio una palmadita en la espalda y su voz, alejándose poco a poco, dijo “Olvida lo que dije, era un chascarrillo hasta que se demuestre lo contrario”.

Juan se había mudado a Pachuca con Jacqueline hacía un tiempo. Habíamos perdido gran parte de la comunicación que tuvimos cuando vivíamos en el departamento, ahora nuestra amistad se resumía en charlas telefónicas de vez en cuando y los temas eran invariablemente recuerdos de las experiencias que vivimos en aquella época. Un día llamó diciéndome que necesitaba un padrino porque se casaría con Jacquie. La noticia me tomó por sorpresa. Tomé la empresa como se debe, y para cuando fui a verlo a Pachuca me agradeció por el favor.

“Esta despedida de soltero es una mamada de viejita, de las que tienen la lengua rasposa” dijo tomando un vaso de agua de Jamaica. Jacqueline le había prohibido tajantemente contratar bailarinas o salir a beber con sus amigos y sentenció a Juan a hacer una carne asada, sin alcohol, en su casa, con la futura novia acompañada de sus amigas y primas, y con los amigos contados. Le respondí que sí y sugerí, como lo hacen los hombres misteriosos, que nos viéramos en la noche para hacer algo que realmente valiera la pena. Claro que no tenía problemas con salir por última vez con mi amigo soltero, el problema era que conocía a Juan y él no era de tomar poco ni de comportarse como la gente civilizada. Entonces sucedió: sentí la presencia de alguien viéndome y volteé, al fondo del pasillo se encontraba, la misma chica que había visto en el andén de Salto de Agua, aquella noche de Pulp. Me sonrió y caminó hacia mí con una seguridad que hasta la fecha no me atrevo ni a hacerle una pobre imitación. “¡Ay!, ¿ya vienes a chingar la madre, Victoria? Ya me cagaste la despedida de soltero diciéndole a tu prima saber cuántas chingaderas” ¿Su prima? ¿Era prima de Jacqueline? ¿Era prima de aquella marrana que tantas veces interrumpió mi sueño, en compañía del malparido de Juan? ¿Cómo era posible?.

- Yo te conozco de algún lado –me dijo, lindísima ella.
- Sí, creo que sí. Tú también te me haces conocida-Mentí un poco, para que no notara mi nerviosismo
- Soy Victoria.
- Fabian, mucho gusto…

Esa era la forma correcta de iniciar una conversación, la fórmula que tiene el amor en todas sus formas: un gesto amable, una sonrisa, una pizca de nerviosismo y una mentira de por medio. Comenzamos a charlar. Efectivamente Victoria era prima de Jacqueline, sentí todo el peso de la palabra “pendejo” cayendo sobre mis hombros, era evidente: aquella noche no había más fans de Pulp y ella era una de las chicas que se burlaban de Juan en el andén. Jamás se me ocurrió preguntarle a Jacqueline, en una de las veces en las que me la topé semi desnuda en la cocina, sobre la chica que tanto me había gustado. Platicamos y platicamos, las horas se disolvieron. Ella insistió a Jacqueline que compráramos alcohol y la alcahueta de la novia aceptó al vernos tan interesados uno por el otro. La despedida de soltero se convirtió en una borrachera descomunal. Cuando todos se habían marchado Victoria y yo nos sentamos en el sofá, hablamos sobre lo que hacía, le encantaba dibujar y estudiaba algo parecido a una ingeniería, por mi parte le conté sobre mi oficio y sobre lo que hacía: escribir. Sorprendentemente no me preguntó lo típico, el porqué, sino para quién.

- ¿Para quién escribes?
- No lo sé, hasta hace un tiempo para nadie.
- Entonces sí lo sabes…
- Sí, pero en este punto debo ser franco: tiendo a dinamitar momentos hermosos con respuestas lo suficientemente estúpidas como para que la gente huya.
- Descuida ¿Quién soy yo para salir huyendo?
- Eres a quien le escribo, Victoria.

Ella guardó silencio un momento, sin despegar la mirada de mis ojos.

- Entonces sí me recuerdas…
- Sí
- Yo también. Recuerdo tu cara de pocos amigos en el metro y cómo le limpiaste la baba a Juan. Sabía que estarías aquí.

- ¿Tu prima y Juan lo saben…?
- No ¿Quién me crees?
- Qué pequeño es el…

Victoria me calló con el beso más solemne, cachondo, tierno e intenso que me han dado, esos cuatro adjetivos en un solo beso. Se detuvo un momento, nos detuvimos un momento. Nos vimos. Se paró de inmediato y caminando rápidamente se dirigió a la puerta. “No te vayas, por favor, no quise apresurar las cosas, es solo que me gustas mucho, Victoria, perdón”, ella mientras iba hacia la puerta volteó a verme con un gesto de extrañeza. Victoria no quería irse. Victoria apagó la luz de la sala y regresó al sofá. Lo demás se convirtió en el primer poema bueno que escribí dos semanas después: “el poema de carne y sed”.

En los días posteriores no vi a Victoria, sino hasta el día de la boda. Ella entró al salón sonriendo, saludando a lo lejos a sus familiares, por un momento me vio pero no sostuvo la mirada, seguida de ella entró un hombre barbado, alto, bien peinado, me atrevo a decir que guapo, tomado de la mano de una niña, y tomó de la mano a Victoria también. En ese momento comprendí que los cuentos con final inconcluso deben tener una razón muy buena para terminar así, lo supe en el instante en el que sin decirnos nada, sin pedir explicaciones absurdas, ella me daba toda la información que un enamorado no debe tener jamás. Ella no me dirigió la mirada en toda la noche. Se sentó en la mesa que estaba cruzando la pista de baile, frente a la mía. Cuando Juan dio sus votos la gente estaba conmovida, a lo lejos pude notar que Victoria se secaba una lágrima por las palabras de Juan, y a quince metros estaba yo, imaginando que le alcanzaba un pañuelo para secárselas.

Derrotado y sin ganas de nada, salí a fumar un porro a un rincón oscuro de la terraza. Quería irme, pero Juan estaba encantado y borracho de sus nupcias con Jacqueline, no podía largarme así como así. De pronto salió Victoria, como queriendo ocultarse, con un cigarro blanco y largo en la mano y un zippo en la otra. Su vestido rojo contrastaba finamente con el color de su piel. Ella debió notar la lucecilla roja de mi cigarrillo ilegal porque pegó un pequeño saltito del susto, cuando le di una calada. Salí de la oscuridad y le sonreí. Ella sonrió también. No nos dijimos nada, y fumamos lado a lado, uno junto al otro, mirando hacia afuera, recargados en el barandal del balcón. Su acompañante salió cinco minutos después buscándola. Debió sentir el aroma a marihuana por el gesto que hizo. “Victoria, ya nos vamos”, dijo un poco molesto y con aires de sospecha. Tenía a la niña en brazos. Victoria volteó a verme, sonrió nuevamente, y nos despedimos de beso en la mejilla, todo en silencio, un silencio pesado y turbio. Se reunió con el hombre que le murmuró “¿y quién es ese pendejo?”, ella murmuró también pero no alcancé a escuchar lo que dijo. La niña, de quizás dos años, los veía fijamente, luego volteó a verme a mí y comenzó a reír, después dijo “Me gustan los tenis del Señor nadie, mamá”, haciendo alusión a los converse que llevé y que contrastaban con mi saco y pantalón de vestir. Le sonreí. El hombre la tomó del brazo y con mirada inquisitiva supe que le decía a Victoria, sin abrir la boca “ya vamos a hablar”. Se marcharon sin dirigirme la palabra. Ella con su familia y yo con un nuevo nombre: Nadie.

Hoy me lo ha preguntado nuevamente y estoy seguro que será la última vez. Mi papá vino a visitarme al departamento. Me mudé de nueva cuenta al DF, ahora convertida estúpidamente en CDMX (no entiendo cómo es que pueden hacer más complejo el nombre de una ciudad cuya identidad se encuentra en dos siglas).

- ¿Por qué escribes? Es domingo
- Debo terminar éste capítulo o no me va a quedar tiempo para el concurso.
- Se te va a ir la vida en esa silla. Te vas a morir con las nalgas feas.
- Ya, ya. Está bien. ¿Viniste a visitarme o a putearme, canijo?.
- Vine a visitar a tu familia. Tú sigues siendo el mismo de siempre, aburrido estoy de ti.
Sonreí un poco.
- Cuéntame cómo va todo ¿Es una chica linda?
- Lo es. Ya casi llega. Le dije que habían llegado mamá y tú de visita. Se emocionó.
- Me alegra. Sobre la historia que me contabas la otra noche, la que no terminé de oír por que se descargó tu celular… ¿Cómo iba?
- Sí, espera, guardo esto y… ¡Listo!. Te decía que después de que regresé, fui a una muestra de cine. Cuando tomé el metro para regresar a casa yo ya venía bastante cansado, para colmo no había lugares. Entonces, parado como chile, me puse los audífonos y comenzó a sonar mi rola favorita de The kinks.
- Buena banda esa…
- Totalmente. No me vas a creer, pero al final del pasillo estaba ella. No me vio. El metro comenzó a frenar y ella estaba parada frente a las puertas, estaba por salir. No sé cómo, pero tomé las pocas fuerzas que me quedaban para ir por ella. No podía perderla. Me hice de un esfuerzo sobrehumano para pasar entre la gente. Le grité por su nombre pero ella llevaba los audífonos puestos, se abrieron las puertas y la gente comenzaba a salir. Otra vez empujé con todas mis fuerzas, sonó la alarma que anuncia cuándo las puertas están por cerrarse. Ella dio un paso hacia afuera, yo a un metro de distancia estiré el brazo para tocarla, ella estaba ahí, casi a mi alcance, casi a un “voltea” de cambiar nuestras vidas, entonces un último esfuerzo, otra vez intenté y…

Alguien dijo desde la puerta “Ya llegamos, amor ¿Sigues escribiendo?”, y con su voz se dibujaron la sonrisa de mamá, papá y mía. Mi esposa ya estaba en casa, dispuesta a preguntarme cuál era la historia esta vez.

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