Ella, acostada a mi lado, voltea a verme con una sonrisa.
— Eso que escribiste al final me gustó ¿Y qué pasa después?
— No lo sé, no he pensado en eso.
— Deberías poner algo bonito.
— Describir una imagen tal vez. No sé, es raro, nunca creí que fuese así. El libro en general pareciera que solito se construyó.
— Es porque te tomaste tu tiempo…
— Puede ser… Comienzo a reflexionar sobre el bien que me hace saber que está conmigo.
— Me gusta cuando haces eso.
— ¿Eso?
— Ese acto diminuto que te caracteriza: cuando piensas y pones tu dedo en la barbilla.
— No lo había notado. Lo siento.
— No, no... Me gusta. Volteo a verla y le sonrío. Se ve preciosa. No lleva los lentes puestos. Su cabello está alborotado, como el de una niña que apenas está despertando.
— A mí me gusta estar aquí contigo...
— A mí también... Ella sonríe.
— Tu piel es muy blanca.
— Lo sé. Ahora lo notas porque estoy casi desnuda, en otras circunstancias no lo hubieses notado jamás. Lo dice en un tono de reclamo suave, como siempre.
— Claro que sí. Si no te digo que te quiero no es porque no lo sienta, a veces soy así...
— Pues yo también pierdo el interés rápido.
— Esto no es una competencia. ¿Recuerdas aquella vez en la que, después de hacer el amor, me preguntaste si quería ser tu “noviecito” y yo me sonreí sin decirte nada?
— Esto no es una competencia. ¿Recuerdas aquella vez en la que, después de hacer el amor, me preguntaste si quería ser tu “noviecito” y yo me sonreí sin decirte nada?
— ¿Cómo olvidarlo? Eres un maldito...
Su semblante cambia, esta vez lo dice en un tono más serio.
— Creí que jugabas. Yo quería que me lo dijeras en serio para dejarlo todo, pero sabía y sé que jugaste por un momento. Esa pregunta no fue del todo seria y en ese punto yo perdí mi oportunidad de ser algo tuyo, quizá todo.
Parece entenderlo. Sabe que de algún modo tengo razón. Queda en silencio un momento mirando al techo y después regresa la mirada hacia mí. Me habla con duda y con cariño.
— ¿Me quieres?
— Como a nada en esta vida... Su mirada se vuelve triste.
— ¿Por qué me lo dices ahora?
— Porque sé que esto no está pasando. A veces pienso que eres feliz con alguien más, y no sé cómo sentirme. Me persigue tu recuerdo y te imagino en aquella tarde, con tu cuerpo desnudo y blanco, mientras hablábamos de la película que me mostraste y que tanto me gustó. A veces lloro, no sabes cuánto, pero siempre en silencio.
— ¿Qué hago aquí, Fabian? Su tono es el mismo, su mirada es la misma. Esta vez soy yo el que cambia de tono.
— Perdón, bonita, tengo la costumbre de traerte a mi lado cuando quiero escribir una carta de amor...
Ella parece confundida.
— No recuerdo que lo hicieras antes...
— Siempre eres diferente. La otra noche me abrazaste hasta que quedé dormido. Hace un mes viniste a decirme que me extrañas.
— ¿Y hoy a qué vine?
— A recordarme que la forma correcta de hacerte sexo oral es como quien muerde una rebanada de sandía.
Ella sonríe. Sabe que tengo razón.
Ella sonríe. Sabe que tengo razón.
— ¿Lo escribirás?
— Sí, esa era la imagen que buscaba para el cuento.
— Es una buena imagen, pero no puedes llamarme cada que quieras escribir.
Me enoja y me deprime cuando dice eso, pero es así y la quiero así.
— Puedo y porque puedo lo hago.
— ¿Ese cuento es para mí?
— No
— Entonces ¿por qué yo?
— Lo sabes: estamos rotos.
— Estás tan concentrado en evadir lo que sientes que no te das cuenta de una cosa: hay algo, mi cielo, tan inevitable como la muerte...
— ¿Y eso es...?
— La vida, mi cielo. Te quiero.
Siento como si algo se rompiera dentro de mí, un estallido diminuto y no sé qué es.
— ¿Lo dices porque quiero escuchar que lo digas?
— Lo digo porque soy producto de tu imaginario, Fabian. Es evidente que quieres escucharlo de ella...
Hay un castillo de arena dentro de mí que ha recibido una pedrada y comienza a descender lento, como una gota de rocío que cae al suelo dispuesta a mojarlo todo.
— Eso no puedes saberlo.
— Tu cuento, esa pareja despidiéndose en una llamada, y la tarde gris. Fabi, sabemos que quieres oírlo y también sabemos que eso no va a pasar.
Ella seca mi mejilla y después voltea al techo nuevamente.
— Es suficiente, cariño. Debo seguir trabajando en esto… Me levanto de la cama y voy rumbo a la puerta.
— ¿Ella sabe que tú todav...?
—...Perdón, pero debo terminar el libro y me falta un cuento por escribir. Te quiero. Cuídate hasta donde estés.
—...Lo haré, Fabi. Tómalo en cuenta. Adiós.
Ella se queda en la cama. Abro la puerta del cuarto y, antes de salir, quiero verla por última vez. Volteo y ella ya no se encuentra. Quiero salir a ver la tarde muriéndose como un animal que se desangra por una herida de bala, una bala oscura e insomne. Algo ha caído dentro de mí, algo lo ha mojado todo.
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