29.1.18

Días extraños pt.1 (No soy más que un desencuentro)



Un tip: No confíen en alguien que define su vida como "normal" porque tengan segura una cosa: o miente o es retardado. En cualquiera de los dos casos, ese tipo de gente no debería albergar el mínimo de confianza de nadie. Yo no pido que me crean y mucho menos que confíen en mí, porque ese no es asunto mío, pero debo decirlo: asumo que mi vida es una colección de desastres mentales y emocionales que desembocan en el personaje que escribe y le cuenta a otras personas frente a una pantalla lo que pasa con él. Soy, en resumen, una pila de desencuentros que bien merece la pena analizar, para demostrarle a los incrédulos que el universo SÍ conspira, pero siempre en nuestra contra, y lo seguirá haciendo hasta que se demuestre lo contrario.

Aprovecho que apenas comienza el año, y que me duele la garganta, para poder contarles algo que me sucedió hace días. ¿Se acuerdan de "Anita"? Bueno, pues se presentó al lugar en donde trabajo y, aunque breve, pude entablar una conversación, frente a frente, con ella, después de ocho años de no verla. Sin embargo, éste texto no se centra únicamente en esa conversación, sino en lo que ha sucedido durante estos días en donde la escritura ha caído sobre mí como una loza que cede bruscamente con el peso de la memoria.

La tarde de aquel martes me levanté con la soberana empresa de no querer hacerlo. La depresión que me habitó durante mucho tiempo vería sus últimas horas ese día, cuando creí que me había levantado con el pie derecho. Mi celular, tan inútil como yo, despertó después de un sueño de tres días, y lo hizo solo para mostrarme un mensaje que me levantaría el ánimo por los cielos. Nelly, amiga cibernética, a quien aún no tengo el gusto de conocer personalmente, me había dejado un mensaje en donde me pedía un curriculum vitae para aplicar en una editorial en donde ella, muy amablemente, me había recomendado ampliamente. Aclaro que hasta ese día, yo ya había abandonado toda gana de seguir escribiendo y planeaba mi retirada por la puerta trasera de este caótico y hermoso oficio de la escritura, pero todo cambió con su mensaje. No dije nada sobre el asunto y preparé mis cosas para ir al trabajo con el ánimo renovado y con “Can’t stop moving” de Sonny J. en los audífonos. Uno de los trayectos más felices a los que me haya expuesto en meses. Pero mi vida es esa comedia inglesa en donde el personaje principal, inclusive en estado de gracia, no deja de tener tropiezos que al final del día lo harán reflexionar sobre lo cambiante que es el destino entre escena y escena.

Llegué al trabajo a tiempo, con una sonrisa y con la actitud más positiva que puedo ofrecerle al mundo. En el bar había tres mesas ocupadas, dos en sala y una en la terraza. Día tranquilo. Fui al almacén a cambiarme la playera y aproveché a contarle a Arturo y Jorge, mis amigos –y subgerentes del bar-, sobre el mensaje y la pequeña conversación que había sostenido con Nelly. Mientras me ponía el mandil de servicio, Arturo me declaró el gusto que le daba que algo de esa magnitud se me presentara en la vida, aunque se mantuviera en el terreno de lo incierto. Preparé el destapador de cintillo, lo puse en el mandil y saqué de la mochila el desodorante para, por fin, entrar en labores. El ritual de la transformación entre un ciudadano común y un mesero del bar había finalizado. Arturo me deseó buen turno y la mejor de las suertes. Salí del almacén trasero y me dispuse a ir al baño a mojarme la cara para comenzar oficialmente, saludé a la cajera y a los muchachos de la barra, salí a piso, avancé entre las mesas cuatro y cinco, pasé a un lado de la seis, doblé sobre la ocho, y pasé junto a la pareja sentada en la mesa número nueve -la única ocupada en esa área del salón-, entonces, de reojo, observé que la mujer en esa mesa hizo un movimiento extraño con la cabeza, dejando caer su cabello castaño sobre sus hombros, evitando que su rostro fuese interceptado por el reconocimiento de mi mirada. Avancé cinco o tal vez seis pasos hasta que me detuve, con la palma de la mano ya puesta sobre la puerta del baño y lista para empujar. Quedé inmóvil al darme cuenta que ese cabello lo había visto antes. Volteé y vi el cabello y la espalda de la mujer que momentos antes había querido pasar desapercibida. No quise errar en la suposición y di un vistazo rápido sobre las características que me ayudasen a reconocer a aquella persona. Cabello medianamente largo, castaño, tez blanca, complexión media, zapatos de piso –tal vez alpargatas-, y jeans comunes. Era un listado de características a las que bien puede responder más de una muchacha, pero siempre hay algo que -el olfato o la vista o la memoria o el alma- nos orilla a reconocer a alguien que ha significado tanto en tanto tiempo. Estaba seguro, aquella mujer era Gambardella.

Cuando conocí a Gambardella no supe qué pensar, ni decir, como es mi costumbre. Ella, de sonrisa fácil y de humor gris, me enseñó lo hermoso que es estar acostado en la oscuridad y de pronto ser golpeado por un beso que apenas aletea y tiende a anidar en los labios y en el recuerdo. Me enseñó a despertar y ver que en la imperfección que representan unos cabellos alborotados y una línea de baba, se encuentra la dicha de despertar con la persona que quieres a tu lado. Supongo que por eso (y por otros tantos detalles que seguramente no recuerda) me enamoré de ella. Sin embargo es una mujer que me ha orillado a escribir, desde hace tiempo, bajo el yugo del desasosiego. Es necesario mencionarlo porque se ha convertido en un recuerdo inamovible en mí desde que se fue por primera vez. Dos veces se ha marchado y dos veces ha sido insignia de la desesperanza en el cascabel de gato que traigo por corazón. La primera vez fue una despedida inexpresiva, de sonido metálico, con su voz plana y una disculpa insípida que se vertió con un “no me dejes, te quiero” salido de mi boca. Me dejó desde la comodidad de su celular y yo nada pude hacer desde mi lado de la línea. La segunda vez que me dejó, no hubo despedidas y eso fue aún más sórdido. Se marchó después de un viaje que pintaba perfecto, hasta que alguien estampó sobre mi humanidad una confesión que nadie había pedido, y que por supuesto me guardaré hasta que ya no quepa otra ausencia en mi pecho vacío. Aquel día, al regresar del viaje, se despidió de un beso corto en los labios y se marchó en un taxi junto con la promesa de vernos para ir al cine esa semana. No la vi sino hasta un año después y nunca hablamos sobre el tema.

Ahí estaba ella rascándose la cabeza, intentando no ser vista, y la verdad es que no había notado su presencia, el pensar en el curriculum me tenía lo suficientemente ocupado como para notar quién había entrado o salido, quién estaba y quién no, pero ese movimiento extraño lo cambió todo y me tiene a estas horas de la madrugada escribiendo con cierta vergüenza y enojo. Cuando ella volteó hacia otro lado, cuando creyó que era una buena idea disimular su presencia, comprendí lo que por mucho tiempo me negué a darme cuenta, comprendí que no soy otra cosa que un error, y solo formo parte de su vida porque las casualidades -o el tiempo- , son los únicos que pueden traerme frente a ella y su indiferencia. No entré al baño, regresé por el pasillo y fui a la barra, tomé una servilleta y escribí lo que pasaba por mi cabeza. La situación era evidente: ella fingió no verme y yo le seguí el juego fingiendo que no la vi. Me sentí tonto, tonto e hipócrita. Luego salí del bar, a buscar un pretexto para no compartir el mismo espacio con Gambardella, como lo haría un animal que ha recibido un disparo y huye herido del lugar en donde la bala le ha atravesado la piel. Estaba herido de algún lado o de algún modo, pero no entendía el porqué, tal vez esa herida era inherente al transcurso del tiempo en que no la vi, o al desapego que fingí durante la situación, pero no acostumbro a quedarme conforme, había algo más: horas después comprendí que era la imposibilidad de recuperar el pasado, la dolorosa certeza de lo que queda en el recuerdo como un instante, la conciencia de lo que fue y jamás volverá a ser.

Después de fumar dos cigarros, decidí confrontar la situación de la manera más viable: entrar al almacén y quedarme ahí, preguntando cada cinco minutos si la mesa nueve ya se había largado, pero ni para eso tuve tiempo, al dar algunos pasos, para dirigirme hacia la puerta y poder entrar, noté que Gambardella y su chaperón estaban saliendo del bar. En un movimiento ininterrumpido pegué la vuelta y regresé a comprar un último cigarro, le di la espalda a su partida porque no pretendía hacer más ridícula la situación. Era eso o era enfrentarme a un par de lágrimas irresolubles. Le di dos caladas al cigarro antes de voltear. Suspiré hondo, y volteé a ver cómo se alejaba con su acompañante. Entonces terminé el cigarro, y dando otro suspiro –esta vez de resignación- entré al bar con una sonrisa torpe que me hizo sentir mentiroso por lo que acababa de suceder.

Al día siguiente me llegó una invitación para festejar su cumpleaños. Ese mismo día fueron invitados otros cuatro amigos, mis hermanos, incluido uno a quien no veía en mucho tiempo. Pensé en no ir a la fiesta, pero uno es idiota y hacer tonterías es lo que mejor se me da, después de dormir, escribir y comer. Fui.
Al llegar la abracé con la fuerza suficiente como para levantar mi brazo y me fui al extremo contrario de la mesa en donde estaba ella. Más tarde se acercó para decirme que le había dado pena que alguien “famoso” (¡la puta madre con esa pinche palabrita!) la viera. Le sonreí y estuve a nada de soltar un “no te creo, no vale la pena la excusa”, pero me quedé callado. Se veía preciosa. Luego se acercó para hablar de otras cosas y yo actué como si de verdad le creyera el gusto que sentía por mí. Honestamente no se trataba de creerle o no, se trataba de fingir que no tenía ganas de abrazarla y preguntarle mil cosas, y resistí. En esa plática un amigo nos tomó una foto sin darnos cuenta, la única de esa noche, y en la foto ella aparece soltando una carcajada y yo hablando.

La tarde en la que vi a Gambardella en el bar, estaba dispuesto a no seguir escribiendo, pero es lo único que puede dar sentido a mi existencia: hablar de esos días en donde la coexistencia insalvable entre las buenas noticias y los encuentros más perturbadores se dan, valiéndose de lo que nos rodea, esos días en donde es evidente la absoluta pequeñez que somos ante el destino. Ella había salido del bar y yo me quedé, ambos estábamos acompañados, ella de un hombre, y yo de la mala fortuna.

Mi vida no es normal y no voy a pedir que me crean todo lo que les cuento, ese no es asunto mío, pero si deciden hacerlo tendrán que poner a prueba su fe, porque increíblemente dos horas después, por la misma puerta, entró “Anita”, junto a otras amigas que tenemos en común, había venido de visita y justo llegó al bar donde trabajo. Tenía ocho años de no verla, y no supe qué hacer. Me di la vuelta, y pensé en que esa sería una excelente escena para una obra del teatro de lo absurdo o, como ya dije, una película en donde el actor seguramente se arrojaría por una ventana ante lo insoportable del momento. Estaba dándole la espalda Anita y comencé a reír. La comedia inglesa de ese día estaba llegando al punto más álgido.

1 comentario:

Unknown dijo...

y la segunda parte!?