Algo había entre ella y yo, y lo vine a saber hasta que nos despedimos: Las ganas de abrazarla se habían hospedado en mis brazos desde que la vi por primera vez. Quise decirle, pero antes de hacerlo ella me miró fijo a los ojos y sonrió con cierta dulzura. Quedé mudo frente a la persona más frágil y mal criada que la casualidad haya traído frente a mí, convencido de no querer alejarme y con las ganas de volver a verla. Sonreí.
El adiós fue rápido y, por primera vez en mucho tiempo, no hubo dolor.
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