Cuando estaba en secundaria tenía una bitácora
de viaje, un cuaderno Norma, en la que me gustaba escribir cualquier cantidad
de cosas que me permitieran recordar las veces en las que salía de la ciudad. Siempre
quise una Polaroid, una de esas cámaras instantáneas, y de cierto modo la
libreta era como una polaroid para mí (una polaroid de niño pobre) que llenaba
con apuntes pequeños, dibujos y una lista de cosas curiosas que me encontraba
en aquellos trayectos de fin de semana, todo debidamente fechado con
señalización de ruta:
'20
de agosto de 2000 - de Tuxtla a san Cristóbal: mi primo Roberto vomito 3 veces
y en la tercer vomitada sacó trocitos de tomate. Mi papá me prohibió escuchar
música de ACDC, porque son del diablo; escuchamos un cassette de Juan Gabriel y
después uno de Pimpinela; mi hermana se durmió en mi hombro y me babeó la
playera'.
'2
enero del 2001 - de Tuxtla a san Fernando: me dormí todo el camino y tengo
mucha tarea. ¿Quién será el encargado de levantar a los perros que atropellan
en la carretera?'.
'Domingo
10 de junio del 2001: me desespera el sonido de las chicharras y las tardes de
domingo siempre son aburridas'.
Cuento
esto, porque hace unos días caí en una depresión tan grande que no me permitió
dormir hasta ayer. Mientras la revisaba, iba recordando todo lo que la memoria
me permite, llenándome de nostalgia y de recuerdos que me sacaban una que otra
sonrisa de anciano orgulloso; sin embargo, como casi todo en mi vida, hubo algo
que dinamitó el cúmulo de recuerdos que traje al presente desde mi cama:
faltando dieciséis hojas para llenar aquella libreta verde, se hallaba una
última nota, cortísima, sin señalar ruta y sin año, con mi letra y usando tinta
color verde: '28 de octubre: no entiendo a las mujeres ni a las ciruelas.
Punto.' En ese preciso momento, vino a mí una pregunta ingenua que, pasados
cinco minutos, se convirtió en una de las cuestiones existenciales más grandes
a las que me haya enfrentado ¿Qué demonios había pasado un 28 de octubre, como
para que yo, en plena pre pubertad, dijera semejante cosa? ¿Qué salió mal?
¿Sería acaso la fecha en la que comencé a fijarme en la suerte que me
perseguiría tantos años con el sexo femenino? ¿Sería posible que un niño, un
mocoso, pudiese anotar la fecha exacta del primer acercamiento a la mecánica
mental de una muchacha? y más importante aún ¿Quién había sido la despiadada
arpía capaz de romperle el corazón a un gordito simpático que seguramente
decidió enamorarse, quizá, por una sonrisa? No pude soportarlo, tomé el celular
y le marqué a mi papá…
-
Papá
-
¿Qué pasó hijo, estoy en una junta, todo bien?
- No,
no, no. Nada está bien, con una chingada.
- Fabian,
hijo ¿Qué pasó?
-
Necesito saber qué pasó un 28 de octubre, durante un viaje que hicimos
-
¿28 de octubre? ¿Por qué?
-
Creo que en esa fecha me rompieron el corazón por primera vez y necesito saber
quién fue.
-
Hijito, déjate de pendejadas, estoy trabajando, ponte a chingar la madre en
otro lado.
-
Papá, no sabes la impor... ¿Papá? ¿Sigues ahí?
No
podía creerlo, mi padre me colgó y apagó su teléfono, negándome toda
posibilidad de saber la verdad y todo lo que había de por medio. Inmediatamente
algo me ilumino, otra fuente de sabiduría:
-
¿Mamá?
-
Bueno ¿Quién habla?
-
Soy yo, Fabian.
-
¿Quién?
-
Fabian, mamá
- Ah
¿Qué pasó hijo?
- Oye
¿Te acuerdas de un viaje que hicimos un 28 de octubre?
-
No, porque el 29 es tu cumpleaños
- Sí
ya sé, pero ¿No te acuerdas de alguna vez que hayamos salido un 28?
-
Oye cabrón ¿No estarás fumando, verdad?
-
No, me tengo que ir. Adiós.
Apagué
mi cigarro y no había nada más. Justo en ese momento comprendí que mi vida se
resume en un montón de cosas que no puedo recordar, y que a veces es mejor así.
Con el paso del tiempo pude notar que la vida está llena de preguntas que no
necesitan ser contestadas. Nos han acostumbrado a que, como lectores, todas las
cosas que leemos deben tener un porqué; este no era el caso, un niño había
escrito una notita en su libreta, y el tiempo trajo a un hombre desde el exilio
de los años, para leerlo. Ahí estaba yo, como verdugo y como víctima. Me sentí
vacío, tan huérfano de razones, que a esa hora tomé el cuaderno y lo quemé en
el lavabo del departamento. Los viajes, las imágenes, todo lo que había pasado
por mi polaroid, debían quemarse en las llamas de su naturaleza. Hacer que todos
esos recuerdos ardieran me dolía, pero el dolor se compensaba con el
sentimiento de haberme librado de un demonio disfrazado de tinta color verde.
La euforia del momento me provocó hambre, le marqué a Sergio García, un amigo
de la infancia, para ver si podíamos vernos y salir a comer y charlar para
hablar de los viejos tiempos, como una especie de auto consuelo, para poder
quedarme un poco más tranquilo.
Nos
reunimos en un puesto de quesadillas, y debí sospechar que ese día fue
confeccionado para hacerme vivir un infierno. La charla comenzó mal. Sergio,
con una sonrisa sincera y con un lenguaje diplomático, me preguntó qué
había estado haciendo en todos estos
años en que no nos vimos, como si yo tuviera la disposición y las ganas de darle una semblanza de lo que me había dedicado a hacer después
de tanto tiempo “Ya sabes, a los trece empecé a inhalar resistol 5000, después
todo se vuelve confuso y bueno, desperté un día en octavo semestre de
literatura, tatuado, y con un Tonayán en la mochila, lo normal”. Entonces un
silencio incómodo. Sospeché que no entendió el sarcasmo, por el rostro que puso
en seguida. Después hice una de las cosas que más odio en el mundo, le tuve que
explicar que era un chiste, con el afán de no parecer un pendejo. Tratando de
aligerar el ambiente comencé a desviar la tensión, con una charla de nombres y
apellidos, a la que él, ya más relajado prosiguió con chismes de embarazos,
bodas, enfermedades venéreas, mentales, y todo lo que rodeaba a nuestros
compañeros de generación. De pronto dijo algo que no me hubiese gustado
escuchar nunca:
- No
mames ¿Y te acuerdas de la vez en la que Tania se bajó del autobús llorando, en
el viaje escolar?
-¿Qué?
- La
vez en la que le había menstruado por primera vez, se paniqueó bien gacho y nos
bajamos donde venden artesanías y todo eso, mientras la profe la llevaba al
baño de la gasolinera.
De
pronto todo se iluminó. Me vi de nueva cuenta en la posición de víctima y
verdugo al comenzar esa conversación. El imbécil me hizo recordar todo. Yo, en
aquellos años, no sabía lo que era la menstruación y tampoco entendía la
explicación de mi profesor cuando nos comentaba que las niñas, a partir de
cierta edad, sufren hemorragias mes con mes y que eso genera conflictos
emocionales en ellas. Cómo carajo no va a causar conflictos si se están
desangrando las criaturas. Entonces entendí que hay que tener un mínimo de
madre para explicarles esos fenómenos a los niños, sobre todo cuando hay una
compañerita de clases en el baño de una gasolinera muriéndose. Cuando me aburrí
de escuchar lo que en su momento me pareció una tontería, bajé del camión y fui
a un puesto de artesanías en dónde también vendían frutas:
-
¿Qué es eso?
-
Ciruelas negras
-
¿Ciruelas negras?
- Sí
-
¿Por qué se llaman ciruelas negras si son de color rosa?
- Ah,
están rosas, porque están verdes
-
¿Cómo?
-
Sí, las ciruelas negras son rosas cuando están verdes.
-
Ah.
Acto
siguiente: '28 de octubre: No entiendo a las mujeres ni a las ciruelas. Punto.'
Todo
tenía sentido, incluyendo mi arrepentimiento y tristeza, por haber satanizado
un objeto de nulo valor económico y haberle prendido fuego. Sergio Gerardo
García Maldonado, y quiero decir su nombre completo en este texto, Sergio
Gerardo García Maldonado mutiló sin razón alguna un montoncito de ideas que
había santiguado en nombre del misterio, asesinó mi derecho a dejar las cosas
en paz y seguir con el deseo de saber, que es siempre mejor que un golpe de
verdad dicha en una quesadería de media pinta.
Nuestro encuentro duró lo que duraron
las dos quesadillas que Sergio comió con cubiertos, porque hasta para eso es
mamón. Se quiso despedir emotivamente, pero no se lo permití. Un apretón
insípido de manos y me marché. Hoy, por la mañana vi mi librero y me detuve un
momento a contemplar el espacio vacío que dejó mi nostalgia. Les cuento esto
porque no pude dormir casi una semana, y los volteo a ver queriendo imaginar
cuántas polaroids tienen ustedes, los veo con envidia. De una semana para acá,
no paro de pensar en Roberto, mi primo, con su cara de niño limpiándose el
vómito en un viaje a San Cristóbal, o a mi hermana levantándose como si nada
después de un sueño plácido en mi hombro. Lamento desde lo más profundo de mi
corazón que desde hace una semana y para siempre, mi amigo se haya convertido
en mi antagonista número uno, y yo me haya convertido en un hombre sin archivos
comprobables de una niñez. Y deseo, en verdad deseo, que no se les aparezca un
Sergio, quitándoles las ganas de escribir en sus polaroids lo que se les venga
en gana, para después convertirlas en una escena del crimen en el baño de cualquier gasolinería, o en un montón de
ciruelas con trastorno de personalidad.
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